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Mu­chas per­so­nas pre­fie­ren no pen­sar en la eter­ni­dad. Esto lo ve­mos in­cluso en aque­llas que re­flexio­nan so­bre su pro­pio fin. La ac­triz esta­dou­ni­dense Drew Ba­rry­more, a los siete años in­ter­pretó un pa­pel prin­ci­pal en la pe­lí­cula de cien­cia fic­ción “E.T., el ex­trate­rres­tre”. Años más tarde, cuando te­nía 28 años (na­ció en 1975) ma­ni­festó lo si­guiente: “Si yo mu­riera an­tes que mi gato, en­ton­ces quiero que le den a co­mer mi ceniza. Así, al me­nos, sigo vi­viendo en mi gato.” ¿No es te­rri­ble esta ig­no­ran­cia y mio­pía frente a la muerte?

En los tiem­pos de Je­sús, mu­chas per­so­nas ve­nían a él. Sus pre­ocu­pa­cio­nes eran casi siem­pre de ca­rác­ter te­rreno:

•    Diez le­pro­sos que­rían ser sa­na­dos (Lc 17:13).
•    Cie­gos que­rían re­ci­bir la vista (Mt 9:27).
•    Uno bus­caba ayuda en un asunto de heren­cia (Lc 12:13-14).
•    Los fa­ri­seos ve­nían con la pre­gunta en­ga­ñosa, si de­bían o no pa­gar im­pues­tos a Cé­sar (Mt 22:17).

Muy po­cos ve­nían a Je­sús para sa­ber cómo ir al cielo. Un jo­ven rico vino a él con la pre­gunta: “Maes­tro bueno, ¿qué haré para po­seer la vida eterna?” (Lc 18:18). Je­sús le dijo lo que te­nía que hacer: Ven­der todo a lo que se afe­rraba su co­ra­zón y seguirle a él. Puesto que era muy rico, no si­guió el con­sejo y con ello re­nun­ció al cielo. Tam­bién hubo per­so­nas que sin bus­car el cielo, oye­ron de él e in­me­diata­mente aprovecharon la opor­tu­ni­dad. Za­queo de­seaba ver a Je­sús. Pero halló más de lo es­pe­rado. Cuando Je­sús le vi­sitó en su casa – to­mando un café, por así de­cirlo – en­con­tró el cielo. Je­sús cons­tató: “Hoy ha ve­nido la sal­va­ción a esta casa” (Lc 19:9).

¿Cómo en­con­tra­mos el cielo?

Des­pués de lo di­cho po­de­mos cons­ta­tar lo si­guiente:

•    El re­ino de los cie­los le en­con­tra­mos en un día de­ter­mi­nado y con­creto. Esto es bueno sa­berlo, por­que así hoy es po­si­ble que Usted, querido lector y que­rida lec­tora, pueda re­ci­bir la vida eterna con Dios.
•    El re­ino de los cie­los no se con­si­gue me­diante bue­nas obras.
•    El re­ino de los cie­los le po­de­mos en­con­trar des­pre­ve­ni­da­mente.

Nues­tros pro­pios con­cep­tos so­bre cómo ir al cielo son com­pleta­mente fal­sos, si no nos ba­sa­mos en las afir­ma­cio­nes de Dios. Una can­tante de mú­sica po­pu­lar cantó una vez en una can­ción so­bre un pa­yaso que tras mu­chos años de tra­bajo en el circo se re­tiró: “Se­guro que irá al cielo, por­que ha hecho de reír a mu­chas per­so­nas.” Una se­ñora re­clusa adi­ne­rada hizo cons­truir una casa de po­bres en la que po­dían vi­vir 20 muje­res gra­tuita­mente. Pero lo hizo bajo una con­di­ción: las muje­res te­nían que com­pro­me­terse a orar cada día una hora por la sal­va­ción del alma de la se­ñora.

Pero ¿qué es lo que ver­da­de­ra­mente nos lleva al cielo?

Para con­tes­tar con toda claridad a esta pre­gunta, Je­sús nos ha con­tado una pa­rá­bola. En el evan­ge­lio de Lu­cas (cap. 14:16) habla de un hom­bre (que en esta pa­rá­bola re­pre­senta a Dios) que quiere dar una gran cena (que sim­bo­liza el cielo en esta pa­rá­bola) y ha en­viado pri­me­ra­mente in­vita­cio­nes sólo a de­ter­mi­na­das per­so­nas. Las res­pues­tas son de­vasta­do­ras: “Y comen­za­ron to­dos a una a ex­cu­sarse. El pri­mero le dijo: He com­prado una hacienda... Y el otro dijo: He com­prado cinco yun­tas de bue­yes... Y el otro dijo: Acabo de ca­sarme, y por tanto no puedo ir.” Je­sús con­cluye la pa­rá­bola con el jui­cio del an­fi­trión: “Por­que os digo que nin­guno de aque­llos hom­bres que fue­ron lla­ma­dos, gus­tará mi cena.” (Lc 12:24).

Esto mues­tra que el cielo se puede ga­nar o per­der. El punto prin­ci­pal es acep­tar o re­cha­zar la in­vita­ción. ¿Hay algo más sen­ci­llo que esto? ¡Creo que no! Los mu­chos que se en­cuen­tren ex­clui­dos del cielo una vez, no lo se­rán, por­que no co­no­cie­ron el camino, sino por­que no acep­ta­ron la in­vita­ción.

Las tres per­so­nas de la pa­rá­bola no son un buen ejem­plo para no­so­tros, por­que ninguna de ellas acepta la in­vita­ción y va a la fiesta. En­ton­ces ¿se can­cela la fiesta? ¡No! Des­pués de las ne­ga­ti­vas, el an­fi­trión en­vía in­vita­cio­nes a to­das par­tes. Ya no im­prime tar­je­tas con can­tos do­ra­dos. Ahora es sólo una lla­mada “¡Ve­nid!” Y cual­quiera que se deja in­vi­tar re­cibe un lu­gar se­guro en la fiesta. ¿Y qué ocu­rre? Acu­den mul­ti­tu­des. Después de al­gún tiempo, el an­fi­trión hace un ba­lance in­ter­ino: ¡Que­dan aún si­tios li­bres! Y les dice a sus sier­vos: “¡Sa­lid otra vez y se­guid in­vi­tando!”

Ahora me gusta­ría apli­car esta pa­rá­bola a nues­tra vida, porque ésta es exac­ta­mente la si­tua­ción ac­tual. To­da­vía hay lu­gar en el cielo, y Dios te dice: “Ven, toma tu lu­gar en el cielo. Sé pru­dente y haz tu re­serva para la eter­ni­dad. ¡Y hazla hoy!”

El cielo es de una be­lleza in­con­ce­bi­ble, y por eso el Se­ñor Je­sús le com­para con una gran fiesta. En la pri­mera carta a los Co­rin­tios (cap 2:9) se dice al res­pecto: “Co­sas que ojo no vió, ni oreja oyó, ni han sub­ido en co­ra­zón de hom­bre, son las que ha Dios pre­pa­rado para aque­llos que le aman.” Nada, ab­so­luta­mente nada hay en esta tie­rra que pu­diese com­pa­rarse ni si­quiera un poco al cielo. ¡Tan ma­ra­vi­lloso será todo allí! No de­be­mos per­der­nos el cielo de nin­guna ma­nera, por­que es su­ma­mente precioso. Hay uno que nos abrió la puerta al cielo. Es Je­sús, el Hijo de Dios. A él se lo de­be­mos que sea tan fá­cil lle­gar allí. Ahora ya sólo de­pende de nues­tra vo­lun­tad. Sólo el que sea tan corto de mi­ras como los tres hom­bres de la pa­rá­bola re­cha­zará la invita­ción.

La sal­va­ción acon­tece a tra­vés del Se­ñor Je­sús

En los Hechos de los Após­to­les (cap 2:21) lee­mos un ver­sí­culo muy im­por­tante: “Todo aquel que in­vo­care el nom­bre del Se­ñor [Je­sús], será salvo.” Es una afir­ma­ción clave del Nuevo Tes­ta­mento. Es­tando en la cár­cel de Fi­li­pos, Pa­blo lo re­su­mió así hablando con el guarda: “Cree en el Se­ñor Je­su­cristo, y se­rás salvo tú, y tu casa” (Hch 16:31). Aun­que este men­saje era breve y con­ciso, fue fun­da­men­tal y te­nía el po­der para cam­biar vi­das. Esa misma no­che se con­vir­tió el car­ce­lero.

¿De qué nos salva Je­sús? Esto lo te­ne­mos que sa­ber sin falta: Nos salva del ca­mino que con­duce a la per­di­ción eterna, al in­fierno. La Bi­blia dice so­bre el cielo y el in­fierno, que las per­so­nas esta­rán allí eter­na­mente. El uno es glo­rioso, el otro es horro­roso. No existe un ter­cer lu­gar. Cinco mi­nu­tos des­pués de la muerte, na­die vol­verá a de­cir que con la muerte ter­mina todo. Todo se de­cide con la per­sona de Je­sús. Nues­tro des­tino eterno de­pende de una sola per­sona: ¡Je­sús – y nues­tra rela­ción con Él!

Cuando es­tuve en Polo­nia para una se­rie de confe­ren­cias que te­nía que dar allí, vi­sité el anti­guo campo de con­cen­tra­ción de Ausch­witz. Du­rante la Se­gunda Gue­rra Mun­dial acon­te­cie­ron en él co­sas horren­das. En­tre 1942 y 1944 fue­ron ase­si­na­das en las cá­ma­ras de gas más de 1,6 mi­llo­nes de per­so­nas, so­bre todo ju­díos, y luego quemadas. En la li­te­ra­tura se habla del “In­fierno de Ausch­witz”. Me puse a re­flexio­nar so­bre esta ex­pre­sión cuando una em­pleada nos en­se­ñaba una cá­mara de gas en la que mata­ban a 600 per­so­nas cada vez. Fue un horror in­con­ce­bi­ble. ¿Pero era eso real­mente el in­fierno?

No­so­tros, como grupo de vi­si­tan­tes pu­di­mos ver la cá­mara de gas, sólo por­que el te­rror ter­minó en 1945. Ahora to­das las ins­ta­la­cio­nes se pue­den vi­si­tar li­bre­mente y na­die es tortu­rado o en­ve­ne­nado allí. Las cá­ma­ras de gas de Ausch­witz te­nían ca­rác­ter temporal. El in­fierno de la Bi­blia, sin em­bargo, es eterno.

En la sala de en­trada de lo que hoy es el mu­seo me fijé en un cua­dro que mos­traba un cru­ci­fijo con el cuerpo de Cristo. Un pri­sio­nero había ras­pado con un clavo en la pa­red su es­pe­ranza en el cru­ci­fi­cado. Este ar­tista tam­bién mu­rió en la cá­mara de gas. Pero co­no­cía al Sal­va­dor Je­su­cristo. Aun­que mu­rió en un lu­gar tan horri­ble, el cielo es­taba abierto para él. Pero en in­fierno del cual el Se­ñor Je­sús nos ad­vierte tan en­ca­re­cidamente (p. ej. Mt 7:13; Mt 5:29-30; Mt 18:8) no hay sa­lida ni sal­va­ción, des­pués de que una per­sona ha lle­gado allí. Puesto que el in­fierno, al con­tra­rio de Ausch­witz, no deja de fun­cio­nar, ja­más po­drá ser vi­si­tado.

Pero el cielo tam­bién es eterno. Y este es el lu­gar a donde Dios nos quiere lle­var. Acepte por eso la in­vita­ción de ir al cielo. ¡In­vo­que el nom­bre del Se­ñor y re­sér­vese el cielo! Des­pués de una confe­ren­cia, una mu­jer me pre­guntó muy agi­tada: “¿Pero es que es po­si­ble re­ser­varse el cielo? Esto me suena a ofi­cina de via­jes.” Le di la ra­zón: “El que no hace la re­serva, no llega al des­tino. Si us­ted quiere ir a Hawaii ne­ce­sita un bi­llete con­fir­mado.” Me vol­vió a pre­gun­tar: “Pero el bi­llete del avión hay que pa­garle ¿no?!” – “¡Sí, el bi­llete al cielo tam­bién! Pero es tan caro, que na­die de no­so­tros lo puede pa­gar. Es nues­tro pe­cado el que lo im­pide. Dios no to­lera nin­gún pe­cado en el cielo. La per­sona que des­pués de esta vida quiera pa­sar la eter­ni­dad con Dios en el cielo, pri­me­ra­mente tiene que ser li­brado de su pe­cado. Sólo una per­sona sin pe­cado po­día con­se­guir esta li­be­ra­ción – y esa per­sona es Je­su­cristo. Sólo Él po­día pa­garlo. Y ha pa­gado con su san­gre, por su muerte en la cruz.”

¿Y ahora qué tengo que hacer para ir al cielo? A no­so­tros tam­bién Dios nos in­vita a ser sal­vos. Mu­chos pa­sa­jes en la Bi­blia nos in­vi­tan con in­sis­ten­cia a res­pon­der a la lla­mada de Dios:

•    “Es­for­zaos a en­trar por la puerta an­gosta” (Lc 13:24).
•    “Arre­pen­tíos, que el re­ino de los cie­los se ha acer­cado” (Mt 4:17).
•    “En­trad por la puerta es­tre­cha: por­que an­cha es la puerta, y es­pa­cioso el ca­mino que lleva a per­di­ción, y mu­chos son los que en­tran por ella. Por­que es­tre­cha es la puerta, y an­gosto el ca­mino que lleva a la vida, y po­cos son los que la hallan” (Mt 7:13-14).
•    “Echa mano de la vida eterna, a la cual asi­mismo eres lla­mado” (1 Tim 6:12).
•    “Cree en el Se­ñor Je­su­cristo, y se­rás salvo” (Hch 16:31).

Todo esto son in­vita­cio­nes muy in­sis­ten­tes que nos quie­ren des­per­tar. Los tex­tos trans­mi­ten se­rie­dad, de­ci­sión y ur­gen­cia. Por lo tanto, es algo de lo más ra­zo­na­ble respon­der a esta in­vita­ción al cielo con una ora­ción, que for­mu­lada li­bre­mente po­dría de­cir más o me­nos lo si­guiente:

“Se­ñor Je­sús, hoy he leído que al cielo puedo ir sólo a tra­vés de ti. Mi de­seo es es­tar con­tigo en el cielo. Por fa­vor, sál­vame del in­fierno, el cual me­re­ce­ría a causa de mis pe­ca­dos. Por tu gran amor hacia mí mo­riste tam­bién por mí en la cruz pa­gando allí por mis pe­ca­dos. Tú ves toda mi culpa – desde mi ju­ven­tud. Co­no­ces cada pe­cado, todo de lo que ahora soy cons­ciente, pero tam­bién todo aque­llo que yo ya he ol­vi­dado. Tú co­no­ces todo im­pulso de mi co­ra­zón. De­lante de ti soy como un li­bro abierto. Tal como soy no puedo ir al cielo con­tigo. Por eso te pido que me per­do­nes mis pe­ca­dos, por los cua­les siento mu­cha pena y me arre­piento. En­tra tú ahora en mi vida y haz nue­vas to­das las co­sas. Ayú­dame a de­jar todo lo que no es co­rrecto de­lante de ti y con­cé­deme nue­vas cos­tum­bres que es­tén bajo tu ben­di­ción. Dame aceso a tu Pala­bra. Ayú­dame a com­pren­der lo que quie­res en­se­ñarme y dáme un co­ra­zón obe­diente, para que haga lo que te agrade. A par­tir de ahora queiro que tú seas mi SEÑOR. Quiero se­guirte y te pido que me mues­tres el ca­mino a an­dar en to­dos los ám­bi­tos de mi vida. Gra­cias por haber oído mi ora­ción y por el hecho de que ahora soy un hijo de Dios que un día esta-rá con­tigo en el cielo. Amén.”

Prof. Dr. Wer­ner Gitt